La otra gran preocupación de los limeños, además la inseguridad, es el transporte público. Dos personas acaban de morir absurdamente, en la avenida Salaverry, atropelladas por una coaster que corría compitiendo por otra para capturar pasajeros. Ochocientas personas fallecen en Lima cada año, debido a los accidentes de tránsito ocasionados, en mayor medida, por vehículos de transporte público. Cincuenta resultan heridas cada día, por la misma causa. El asunto es muy serio.
Frente al caótico transporte público, elemento detonador del caos generalizado del transporte urbano en general, se plantean alternativas que van desde los trenes voladores hasta los metros subterráneos. Todas son buenas y factibles, pero hay que considerar dos problemas: el tiempo y los costos. ¿Y mientras tanto?
El sufrido pasajero no está en condiciones de esperar obras faraónicas que suelen demorar entre 20 y 40 años en ejecutarse (si hay presupuesto). Un “tren bala” o un “subte” son necesarios, pero si no se sale de la era combi en lo inmediato, cualquier infraestructura terminará por congestionar y enredar más el caos existente, como viene ocurriendo con el Metropolitano.
Además, en las grandes ciudades, las obras de transporte rápido masivo tipo tren subterráneo, complementan al transporte en ómnibus que, generalmente, movilizan a la mayor parte de la población.
Es necesario, en el corto plazo, una transformación de la realidad anárquica e informal del transporte público, reconvirtiéndolo en un sistema moderno, eficiente, seguro, rápido y no contaminante al servicio del pasajero y de la ciudad.
En Lima no hay exceso de vehículos. Hay desorden. Y éste empieza por la proliferación de combis y microbuses que pelean por los pasajeros dentro de la fatal “guerra del centavo”. A ello se une la existencia de casi 500 rutas diseñadas según los intereses de los transportistas, y no en función a la necesidad de los viajantes.
Hoy se desplazan por la ciudad más de 25, 800 unidades de transporte público, en su gran mayoría, combis y coasters. Para ofrecer el mismo servicio, bastarían 8,750 ómnibus convencionales (de 100 pasajeros), es decir, la tercera parte de lo que tenemos. En Santiago de Chile, se logró reducir de 24 mil a 8 mil las unidades existentes.
De manera progresiva, pero con más prisa que pausa, se debe empezar a licitar las nuevas rutas que la ciudad necesita (202 según el plan maestro), empezando por las más céntricas y avanzando hacia las periféricas. Y establecer el vehículo “padrón”, un ómnibus de gran capacidad, seguro y no contaminante, como único tipo de vehículo autorizado para las nuevas vías.
Para ello, la autoridad metropolitana debe actuar con decisión, sin dejar de buscar concertar con los transportistas (pero bajo la premisa de que la “era combi se acaba”, sí o sí), para la constitución de empresas formales.
Los transportistas que apuesten por el cambio, se beneficiarán con la venta de sus unidades viejas a la municipalidad (chatarreo), la concesión de licencias por más de 10 años y la apertura de líneas de crédito que organismos financieros internacionales ofrecen a interés “cero” cuando una ciudad cambia sus vehículos contaminantes por unidades de combustibles “limpios”.
Como están las cosas actualmente, pierde el pasajero, la ciudad y también el transportista. La salida es una reconversión, donde todos resulten beneficiados. Y a la vez que se reordena el transporte público, podemos empezar a hablar de subterráneos o trenes voladores. Mientras tanto, obras como el Metropolitano (que va a atender menos del 8% de la demanda diaria) resultan seguramente vistosas y le alegran el día a las grandes empresas constructoras, pero terminan por desplazar el caos sin solucionarlo, trasladando los embotellamientos de un espacio a otro, e incluso agravándolo.
Salgamos urgentemente, pues, de la era combi. La decisión política es lo que cuenta.
(*) Ex Congresista de la República y actual responsable Alianza Para el Progreso en Lima